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Pequeña

Fuertes latidos

Se encontraba sentada. Temblando. Con la boca tapada y el alma rompiéndose muy poco a poco. Su voz se quebró. Gritó de furia. De rabia. Y de odio. Fue un vacío inmenso, creado en seis minutos y medio. 6 minutos y medio de angustia. Volvió el silencio, y con y tras él sonaron sus palabras. Las de ella. Por toda la casa. No tenía fuerzas para destruir nada, excepto a sí misma. Decidió introducirse en la ducha, con los ojos empapados y su voz deshaciéndose en pequeñas partículas de tristeza anteriormente contenida. El agua corría por su frágil cuerpo. En ella seguía lloviendo y sus lágrimas comenzaron a mezclarse con las gotas de agua a punto de hervir. Decidió quemarse. Sentir un calor extremo que no le podría proporcionar más dolor que el que le había proporcionado aquella llamada. Sin opción a expresarse, perdió en unos minutos esa parte de su vida que había estado cuidando con tanto (demasiado) amor. Siguió el agua resbalándose por su pecho, su vientre y sus rodillas. Pasado más minutos, decidió sentarse en aquella bañera, no para ahogarse con el agua caliente que tanta cal concentraba, sino para ahogarse con sus lágrimas. El dolor se apropió de todo su cuerpo. La rabia y la ansiedad se adueñaron de ella. Toda ella. Su llanto persistió y su corazón comenzó a acelerarse, a bombear como si tuviera prisa, latidos tan seguidos y potentes y lágrimas tan tristes, que no quiso mirarse al espejo. Dejó de confiar en sí misma y calmó su corazón con silencio. Y pensó entonces en palabras que había escuchado alguna vez en algún lugar; palabras que incluían la muerte en vida.

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