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Pequeña

Aire contaminado

Se colaba entre sus ganas y se empapaba de vida. Creía que la suya estaba llena de lujos, sólo por tenerla a ella. Por compartir su tiempo con ella. Sus ojos le recordaban la frescura del Mediterráneo en abril y su brillo, al sol de mediados de verano. Le encantaba estar enamorado de ella, pero sobre todo, que ella le necesitara. Pero dejó pasar el tiempo, y con el tiempo su necesidad dejó de serlo. Cesaron sus ganas, y el amor se quedó pintado en las paredes que en muchas noches les habían envuelto. Él se negaba a vivir este tipo de realidad, se negaba a empezar una vida sin lujos (sin ella). Quería respirar a través de sus labios, quería el calor que desprendía su respiración, quería su vida tal y como había sido hasta entonces. Quería sus días y sus noches con ella. Quería el mismo mundo, el mismo amor, pero no otro semejante a ese. Él había escuchado o leído alguna vez que alguien estaba enamorado de alguien cuando se daba cuenta que la otra persona era única. Él lo estaba. Enamorado. Sin duda. Jamás había visto una boca tan dulce ni unos ojos tan alegres como cálidos y fríos a la vez. Había sido capaz de aprender a amar sin medidas gracias a ella. Y había empezado a darse cuenta de los pasos necesarios que debía dar para cumplir alguno de sus sueños. Y eso le hacía verdaderamente feliz.

 

Sin ella ya no había sueños que soñar ni cumplir. Sin ella, sólo había una época que echar de menos, y entre tantos anhelos, dejó una gran estela de suspiros en el aire que ella había respirado junto a él. Y el aire se contaminó de amor. De amor puro, de amor sano, de amor valiente. De amor eterno. Porque él siguió enamorándose cada día y cada noche, y en cada partícula de aire dejó su amor pero también su tristeza. Y su decepción. Y la vida y el tiempo siguieron pasando. Y ella no volvió. Decidió no aparecer nunca. Y él nunca dejó de pensarla. La vivía cada día mediante su recuerdo. Y el aire gritaba. Gritaba de tanto amor no compartido y condensado y perdido por cien calles de la ciudad que ella abandonó para no hacerle daño. Ella se estaba muriendo y no quería regalarle ni obligarle a vivir 18 meses de espera y agonía, porque eran 18 meses los que le quedaban de vida, de respiración cálida.

 

Él, sin saberlo, siguió enamorado de alguien que le había abandonado para no hacerle daño al irse para siempre. Ella, sin saberlo, no le dio la última oportunidad para volcarle su amor, y minimizar su dolor y amenizar 18 meses de intenso y casi irremediable dolor.

Él siguió suspirando, y el aire siguió contaminado de amor.

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